Contemplar...

Hna. Gloria I. Huérfano, O.P.,
Dominica de Nazareth

 

¿Qué es Contemplar? “sumergirnos en el misterio cristiano”, “inmersión total en el misterio de Cristo”, quedar fascinados por el “sublime conocimiento de Cristo” y prendidos de su ser y de su vida; en una palabra “vivir en Cristo” como premisa para “actuar como El”.

 

Contemplación es la luz del Espíritu, la única que está en condiciones de asegurar la unidad entre la oración y el don a los demás, entre nuestro amor a Dios y a nuestros hermanos.

 

 

LA CONTEMPLACIÓN

LA ACCIÓN

Es iniciada aquí

Es solo del tiempo.

No termina nunca. Se consuma en la eternidad

Se acaba el día que morimos

Se realiza en la visión

Se realiza en la fe

En la morada de la eternidad

En el peregrinar del tiempo

En el descanso

En la lucha

En la Patria

En el destierro

En la recompensa de la contemplación

En el esfuerzo de la acción

Tiene acceso a ella, quien tiene un corazón purificado.

 

Requiere silencio cargado de presencia adorante.

Bajar del monte con un rostro radiante.

 

 

La contemplación entonces no es otra cosa que una mirada a Dios, amorosa, sencilla, simple; una atención del espíritu, acompañada y sostenida por una inclinación del corazón casi imperceptible. Una mirada simple porque excluye el razonamiento, el raciocinio, la multiplicidad de ideas; pero acompañado de un amor de Dios puro y perfecto. De manera que este pensamiento de Dios, esa mirada a Dios, esa atención a Dios presente en nosotros, es como lo material de la oración; y ese amor, esa inclinación del corazón, esa atención amorosa a Dios presente, es como lo esencial de la oración.

 

Ahora bien, el objeto de la oración no solo es ocuparnos de Dios, sino nutrirnos de El, como el pan único que pedimos en la oración, tendiendo las manos como mendigas de Dios. Así dice San Agustín, cuando oramos somos mendigos de Dios, “Omnes, quando oramus, mendici Dei sumus”.

 

La simple atención a Dios, separada del deseo del corazón y de sus gemidos, no es oración; y para tener a Dios presente de verdad, es preciso poseerlo y gustarlo por el amor...

 

Nos dice Francisco de Sales: meditamos para recoger el amor de Dios como cuando las abejas han recogido la miel y la trabajan por el placer que encuentran en su dulzura. Contemplamos a Dios y admiramos su bondad por la suavidad que el amor nos hace encontrar en las cosas divinas.

 

El deseo de alcanzar el amor divino nos hace meditar; pero el amor, una vez obtenido, nos hace vacar a la contemplación; porque el amor nos hace encontrar una suavidad tan agradable en la cosa amada que el espíritu no acaba de saciarse en verla y considerarla.

 

Consideramos al principio la bondad de Dios para excitar nuestra voluntad a amarlo; pero una vez despertado el amor en nuestros corazones, continuamos considerando esa misma bondad para contentar nuestro amor, que no puede saciarse de contemplar lo que ama.

 

La meditación es madre del amor; pero la contemplación es su hija.

 

El amor, por una facultad imperceptible, hace la hermosura de lo que ama más bella; asimismo, el conocimiento afina el amor para que encuentre la hermosura más amable. El amor influye en los ojos del alma para mirar cada vez con más atención la hermosura amada, y esa vista presiona al corazón para amar cada vez con más ardor.

 

Contemplar es ver a Dios y las cosas divinas con una mirada sencilla y simple, libre, penetrante y cierta, que procede del amor y tiende al amor.

 

Sencilla y simple: En la meditación se razona, en la contemplación no.

 

Libre, porque para producirla, es necesario que el alma esté libre aún de los menores pecados, de los afectos desordenados, de la precipitación y de los cuidados inútiles e inquietantes. Sin lo cual, el entendimiento es como un ave atada que no puede volar, si no la desatan.

 

Por eso, “recogimiento habitual evitando la disipación, a fin de vivir siempre en la presencia de Dios”.

 

Este recogimiento habitual supone un gran amor al silencio interior y exterior, alternado con las recreaciones en los tiempos señalados, las cuales, de cuando en cuando, y de acuerdo con las circunstancias, pueden tener un carácter extraordinario gozando de mayor amplitud.

 

Clara y penetrante, no como la visión beatífica, sino como los conocimientos de la fe que no dejan de ser oscuros.

 

En la meditación se ven las cosas confusamente, como de lejos y de una manera seca. La contemplación las hace ver distintamente y más de cerca. Las hace como tocar, sentir, gustar, experimentar interiormente.

 

Cierta, porque su objeto son las verdades sobrenaturales que la ley divina le descubre; y cuando esta manifestación se hace directamente al entendimiento, no está sujeta a error.

 

Procede del amor y tiende al amor. Es el ejercicio de la más pura y perfecta caridad. El amor es su principio, su ejercicio y su término.

 

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